En el texto autobiográfico que sirve de prólogo a esta antología de cuentos, Erskine Caldwell escribe «no tengo verdades filosóficas que impartir, ni me mueve ningún impulso evangélico para cambiar el destino humano. Lo único que he querido hacer es describir lo mejor que he sabido las aspiraciones y la desesperación de la gente sobre la que escribo». La aparente humildad del empeño da perfecta cuenta de las intenciones y la textura moral del autor: con una conmovedora e inquietante mezcla de distancia, ternura y sarcasmo agridulce eso que damos en llamar lucidez, los relatos reflejan la vida cotidiana y la atmósfera cargada y opresiva de la América de la Depresión. Tiempos mortecinos en los que, pese a todo, la vida sigue, y Caldwell, como ya hiciera en sus obras maestras El camino del tabaco, La parcela de Dios y Tumulto en julio, los transmite con «intensidad del sentimiento».
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